"El estadio, que era un infierno -a tal punto que por los gritos de los ingleses ni siquiera podía oír a mis compañeros- se calló para siempre." Juan Ramón Verón
Dos polos de energía en dos puntos opuestos del globo terrestre. Uno, en Manchester, Inglaterra, en el viejo estadio “Old Trafford”. El otro, en la ciudad de La Plata, República Argentina.
Allá, la noche. Las gradas colmadas de fanáticos ingleses se levantaban encrespadas como las paredes de una caldera.
Acá, una tarde de miércoles diferente a cualquier otra. Todo parecía estar paralizado y expectante, girando en torno al mismo eje. La rutina detenida y la gente, absorta. Ni la educación siguió su curso (en las escuelas platenses, por ejemplo, no se dictaron clases) Todos, absolutamente todos, estaban a la espera del devenir de “el” partido. Y esta expectativa, sobrepasaba las fronteras de la ciudad: era un país el que esperaba la hora del gran ‘choque’.
Uniendo ambos polos, la inconfundible e inolvidable voz de José María Muñoz relataba -y narraba como si se tratase de una obra maestra- para la locura y la memoria del deporte mundial, la hazaña de un grupo de humildes pero por demás talentosos jugadores pincharratas que se jugaban, aquél día, nada más ni nada menos, que “la final del mundo”.
De un lado, el equipo europeo que había ganado el campeonato mundial de selecciones de 1966, llamados “hijos de la Cátedra del Fútbol". Del otro -bajo la batuta de Osvaldo Zubeldía- el "flaco" Poletti, el "negro" Aguirre Suárez, el "narigón" Bilardo, el "tordo" Madero, la "bruja" Verón, el tucumano Medina y "Cacho" Malbernat, por mencionar algunos de los que conformaron aquél equipo inolvidable.
El resto de este cuento es bien conocido: un cabezazo de Verón y una hinchada de gringos con la mandíbula dislocada, con los ojos llenos de lágrimas, con los músculos atrofiados de saltar, aplaudir, abrazar, correr... y de nuevo: saltar, aplaudir...
Hoy seguimos recordando el devenir de los hechos de aquél día para volver a emocionarnos, para transmitirlos de manera exacta a aquellos que no lo vivieron, para no olvidar lo que no querremos olvidar jamás; en una palabra, tener bien presente hoy y siempre, una historia entrañable que además de emocionarnos nos renueve diariamente el compromiso que Estudiantes siempre fomentó: la competencia y el buen fútbol aceptando las dificultades como lo esencial del desafío. Porque fue así como nos lo enseñó el recordado Zubeldía al decir que “A la gloria no se llega por un camino de rosas..."
Allá, la noche. Las gradas colmadas de fanáticos ingleses se levantaban encrespadas como las paredes de una caldera.
Acá, una tarde de miércoles diferente a cualquier otra. Todo parecía estar paralizado y expectante, girando en torno al mismo eje. La rutina detenida y la gente, absorta. Ni la educación siguió su curso (en las escuelas platenses, por ejemplo, no se dictaron clases) Todos, absolutamente todos, estaban a la espera del devenir de “el” partido. Y esta expectativa, sobrepasaba las fronteras de la ciudad: era un país el que esperaba la hora del gran ‘choque’.
Uniendo ambos polos, la inconfundible e inolvidable voz de José María Muñoz relataba -y narraba como si se tratase de una obra maestra- para la locura y la memoria del deporte mundial, la hazaña de un grupo de humildes pero por demás talentosos jugadores pincharratas que se jugaban, aquél día, nada más ni nada menos, que “la final del mundo”.
De un lado, el equipo europeo que había ganado el campeonato mundial de selecciones de 1966, llamados “hijos de la Cátedra del Fútbol". Del otro -bajo la batuta de Osvaldo Zubeldía- el "flaco" Poletti, el "negro" Aguirre Suárez, el "narigón" Bilardo, el "tordo" Madero, la "bruja" Verón, el tucumano Medina y "Cacho" Malbernat, por mencionar algunos de los que conformaron aquél equipo inolvidable.
El resto de este cuento es bien conocido: un cabezazo de Verón y una hinchada de gringos con la mandíbula dislocada, con los ojos llenos de lágrimas, con los músculos atrofiados de saltar, aplaudir, abrazar, correr... y de nuevo: saltar, aplaudir...
Hoy seguimos recordando el devenir de los hechos de aquél día para volver a emocionarnos, para transmitirlos de manera exacta a aquellos que no lo vivieron, para no olvidar lo que no querremos olvidar jamás; en una palabra, tener bien presente hoy y siempre, una historia entrañable que además de emocionarnos nos renueve diariamente el compromiso que Estudiantes siempre fomentó: la competencia y el buen fútbol aceptando las dificultades como lo esencial del desafío. Porque fue así como nos lo enseñó el recordado Zubeldía al decir que “A la gloria no se llega por un camino de rosas..."